¡Qué alegría, por fin toda la familia reunida!, pensé. Se los veía a todos muy contentos y animados. Bien vestidos, algunos casi con solemnidad. Es que de una u otra manera, este momento, el fin de año, es un momento importante. Para algunos más emocionante que para otros, pero importante para todos.
Se termina el año, las últimas líneas de esta hoja del libro, dónde hemos puesto expectativas, dónde ocurrieron cosas que nunca pensamos que iban a ocurrir. Es el momento para sacar cuentas mentalmente, recordar los momentos más importantes, los más alegres, los más duros, los más felices. Y comenzar a pensar el próximo año, ¡cuántas esperanzas! Uno mira al lado, a su pareja, a los hijos, a los padres, a los amigos y enemigos, y no puede evitar sentir, en ese momento de lucidez, que la película que hemos vivido y construido ese año ha sido, al menos, interesante y entretenida.
En este ambiente alegre y emocionante transcurría la cena, cuando la tía Carmina levantó la copa y pidió, otra vez, un brindis, feliz, porque estemos ahí juntos, reunidos. Al sentarse, un pequeño mareo, tibio y reconfortante, forzó media sonrisa en su rostro, miró al lado a su hermana y reprimió unas inmensas ganas de abrazarla y decirle cuanto la quería. Solo atinó a mirarla fijamente a los ojos, mientras Mariona se cortaba otro pedazo de pollo relleno y abría, inmensa, su boca.
Ya había pasado la media noche, el champagne seguía rodando, cuando Lorena, mi prima, para mi sorpresa, y la de todos, rompió en llanto, pronunciando estas increíbles palabras «¡Porque vos, vos no invitaste a mi marido a aquella fiesta!, ¡Cómo me vas a invitar a mi, y no a mi marido! Alberto, el nuevo marido, con el que yo casi no había hablado nunca, estaba tragando un poco de pan dulce, que se apresuró a terminar, para imprimirle a su mirada, toda la seriedad que correspondía para una situación cómo esa. Les juro que no lo podía creer, estaba hablando según comprendí inmediatamente, de una fiesta que había hecho hacía mucho tiempo en mi casa, ni sabía que Lorena salía con Alberto y por eso no lo invité. A todo esto, Paula, otra prima, se puso a llorar, sin sentido alguno. Hacía poco que la había dejado el novio, y seguramente, algo de la situación le hizo recordar alguno de sus mejores momentos juntos. Ricardo, mi tío, aprovechó la confusión para sacarme el último cigarrillo que tenía en el paquete que había dejado sobre la mesa y que me venía reservando. Alberto, agarró otro pedazo de pan dulce y se lo metió en la boca, entero, pero no dejaba de mirarme, como pidiéndome explicaciones.
Lo que nos salvó aquella noche, fue el vecino, que entró a saludar sin picar la puerta. Descorchó un champagne que marcó el cielorraso, al grito de «Feliz Año nuevo». Todos nos paramos y brindamos una vez más, en esas primeras horas, del incierto año nuevo.