Un padre quería enseñarle a sus hijos qué es la aventura. Pero este hombre trabajaba, como muchos de nosotros, más de ocho horas al día. ¡Porque es muy fácil enseñar a ser aventurero con un montón de tiempo y plata!
Cuando llegaron las vacaciones, aunque tenía poco dinero, tenía claro dónde iban a ir, los cinco, toda la familia: al mar. Así que eligió una casita humilde, en una ciudad perdida, pero frente al mar.
Después de horas y horas de viaje, los chicos, por fin lo verían por primera vez. “Falta mucho para ver el mar”, “Sí”, “Falta mucho para ver el mar”, “Sí”, “Falta mucho para ver el mar”, “Mmm, no … ya falta muy poco”. El auto subió una calle empinada, y luego, por pimera vez, ahí estaba. Inmenso, salvaje: el mar.
En la playa había troncos, médanos entre arbustos medio secos, algunos árboles. Y un espacio infinito. A lo lejos se veían otros niños corriendo y gritando. O tal vez eran personas mayores. Se podía correr y correr. Había almejas, que cuando la ola se iba, quedaban al descubierto, y rápido intentaban esconderse otra vez. Se podían comer así crudas, al momento, o al vapor, en casa, con ajo y perejil.
El padre, su mujer y los niños, alquilaron una pequeña casita, muy cerca del mar. Un día que vino la dueña de la casa, el padre le preguntó por una red de pesca y unos fierros que vió en un cuartito. La señora dijo que eran de su marido, que había muerto, y que antes la usaba para pescar, clavando los fierros en la arena, quince pasos hacia adentro del mar, como un arco de futbol. El padre lo quiso intentar y un día probó. Los fierros eran muy pesados. “¿Cómo llevaría hasta dentro del mar ese hombre estos fierros y esta red?”. Lo intentó una y otra vez, y por fin pudo clavar los fierros en el suelo del mar, con el agua por el pecho. Era el último día de vacaciones y al recorrer horas más tarde la red, tres peces se habían enganchado. Esa noche, la última noche, la cena fue con pescado fresco.
El año siguiente, otra vez la familia recorrió los cientos y cientos de kilómetros que los separaban de aquella playa y de aquella pequeña casita, con una nueva red y unos fierros más livianos, hechos especialmente. Cada día durante esas vacaciones, el padre, con la ayuda de sus hijos de seis y ocho años, se metían en el mar, inmenso, salvaje, con los fierros en alto. Cada día pescaban, por la mañana temprano o por la noche, casi a oscuras. Por pura diversión. Y por la gloria, ¿Porque quién es capaz de irse de vacaciones y pescar kilos de pejerrey, y hacerlos asados, para después poder contárselo a los amigos, teniendo de testigo solo un par de fotos?
Y así fue como el padre, les enseñó a sus hijos qué es la aventura.