El duende que todo lo escucha y todo lo ve

Ciudad de navegantes

San Nicolás, es ciudad de navegantes. Uno la ve de lejos en el mapa, toda rodeada de tierra, y al que no sabe le parece una locura. Pero es así.

Yo comencé a los siete años más o menos. Recuerdo que mi madre, que es muy práctica, nos disfrazaba con chaleco salvavidas, gorra, la llave con una cosa que flote, todo puesto, y nos mandaba para el club, ya listos para subir a un barco. Yo recorría las diez calles que separaban mi casa del club, con mi hermano, con la mayor naturalidad del mundo. Todavía me faltaban unos años para que se me despierte el sentido del ridículo. Y mi madre se aprovechaba (imagino que se quedaba riendo sola un buen rato, luego de despedirnos en la puerta).

El río por la mañana estaba tranquilo. Recuerdo ese hermoso olor a río, lleno de vida, un fuerte sol dándome en la cara, el aire limpio, muy limpio, y el río calmo. Armar el optimist, con ansias, y llevarlo con cuidado al agua. ¡Pero si era un niño! Subirme y ahí estar al mando. Era muy divertido cuando soplaba buen viento. Había que sacar medio cuerpecito fuera para compensar la inclinación del barco. Corríamos regatas, carreras. Y ahí estaba “Keco” querido, el profesor que nos enseñaba.

Había un ritual para los nuevos, que cada fin de semana llegaban al club. Keco los subía a la lancha y mientras él daba indicaciones, el nuevo podía ver los barquitos y comenzar a familiarizarse. Y al rato Keco les decía, “¿Te gusta?, ¿Te animás a subirte?”. Entonces se acercaba a uno de los optimist, y decía, por ejemplo: “Nahuel, enseñale un poco”. Eso es todo lo que nos decía. Y me gusta ahora recordar esas conversaciones serias, pero animadas, entre dos niños de siete años. “Este es el mástil y esta la botavara, tenés que tener cuidado, porque te puede golpear la cabeza …”. “Si querés ir para allá, movés el timón para acá …”. Una de esas veces, me tocó explicarle las primeras nociones a quién se convertiría, rápidamente, primero en promesa del club, y no mucho más tarde, en campeón del mundo de la categoría. Del mundo. Me gusta pensar que tuvieron algo que ver mis primeras palabras y consejos. Que afortunadamente desoyó.

Recuerdo muy nítido una de mis regatas más célebres. Por ese entonces se corría el “Grand Prix” por la zona, que consistía en que cada dos o tres fines de semana se corrían durante dos días, en una ciudad diferente cada vez, dos regatas, en las que competían unos cien barcos. Sí, cien barcos. Yo solía estar siempre entre los diez primeros. Contando de atrás para adelante. Pero esa vez, que se corrió en San Nicolás, fue diferente. Jugábamos de local, entonces un padre de otro niño lo había invitado a mi padre a presenciar la regata desde su cómodo velero. Grande fue la sorpresa de todos cuando me vieron cruzar la línea de llegada en el puesto, diría ¿20? ¿30? Ahí cerca de la llegada estaba el barco dónde estaba mi padre, y en un momento me acerqué. Me vitoreaban. Gritaban mi nombre. Pero yo estaba impasible, como que no festejaba. Yo sabía lo que había pasado, pero no quise arruinarles la fiesta y no les dije nada. Se me había roto o salido parte del aparejo que sostiene la vela, y no la podía ajustar bien. Eso hizo que mi velocidad alcance límites inferiores nunca vistos. Tan, pero tan lento iba, que veinte barcos me sacaron una vuelta. Para la mayoría de ojos distraídos, llegué junto a ellos a la línea de llegada, dando un efecto similar a esos caballos que van primeros durante toda la carrera y justo al final se desinflan y los pasan en la línea de llegada.

Esa noche, en la mesa, comiendo con mis hermanos, hubo algún comentario (ya se habían enterado de la verdad), pero por suerte dejaron a mi pequeño orgullo tranquilo.

Después les sigo contando más sobre esta ciudad de navegantes.