Se lo veía resuelto y preocupado. Correría ¿Agosto de 1986?, cuando la maestra nos presentó a Federico. Venía de otra escuela, y era, en ese momento, la atracción de nuestro “Segundo C” de primaria. La maestra nos pidió que nos acercáramos a su amplio escritorio de madera, para introducirnos al nuevo. Federico le entregó su cuaderno de la otra escuela. La maestra lo ojeó y supimos que “en algunas cosas está más adelantado”. Giró el cuaderno y mostró una letra, no recuerdo cuál, dibujada, y sobre ella, un preciso trazo de punzón, con papel satinado dorado. Hubo miradas, de respeto y de envidia. Federico trataba de explicar algo, con el ceño fruncido, pero no se le entendió. Se lo veía, ante todo, como una persona seria, responsable y lleno de explicaciones. Después me enteraría que era el mayor de cuatro, y luego cinco y más tarde seis hermanos.

Tiempo más tarde, era común ir a jugar a lo de Federico. Su casa, era amplia y luminosa, y estaba llena de vida. Y la vida es caótica, sobre todo con seis hermanos.

Recuerdo que tenía tres juguetes que me gustaban mucho. El primero, la Atari. En Argentina, bastante más tarde, llegó la versión nacional, la Dynacom, que mis padres me compraron en “Casa Dover”. El segundo juguete era “El sapo”, un juego de puntería que seguro conocerán. Y por último, y más importante, en su casa había pileta. Había también, eso sí, algo que no me gustaba, y era su perra, pastor alemán. Era más miedo que otra cosa, porque la perra era muy buena, acostumbrada a llevar en el lomo a niños y a acudir en la ayuda de quién necesitara no dejar rastros de un plato de espinacas a medio terminar.