Me pareció increíble que incluso mi viejo de chico, con diez años, cazara con boleadoras. Las boleadoras se las hacía con sus amigos, con el plomo que juntaban de cabezas de sifones. Se juntaban en el fondo de la casa de alguno y hacían un fuego. Calentaban una lata de sardinas vacía con los plomos de los sifones adentro. Luego, volcaban con mucho cuidado el plomo dentro de un trozo de caña de unos siete u ocho centímetros. Como la caña tenía un nudo en el fondo, el plomo quedaba atrapado y antes de que se enfriase, le ponían un alambre fino de un metro más o menos. Un peligro.
Se juntaban varios amigos e iban a atajar la bandada. Esto consistía en diez niños metidos dentro de una zanja, esperando largo rato, en completo silencio, a que llegase el atardecer y por fin se levantara la bandada de pájaros. Agazapados, se ponían mirando al sur, hacia Pergamino, porque los pájaros iban hacia el norte, hacia San Nicolás. Cuando los pájaros, volando bajito, por fin aparecían, los niños se levantaban todos de golpe, y con un gesto rápido y preciso tiraban las boleadoras. Me pregunto como no había historias de niños muertos por golpes de boleadoras. Lo cierto es que las boleadoras tenían atadas unas cintas rojas, que luego permitían encontrarlas. En el grupo había dos niños que no tiraban boleadoras. Uno se encargaba de recordar dónde habían caído las boleadoras, y el otro dónde habían caído los pájaros heridos.
Había, en realidad muchas otras maneras con las que salían a cazar. Algunos cazaban con perros galgos. “Era un espectáculo increíble ver a un galgo correr detrás de una liebre, que se jugaba su vida en esa última carrera”, recuerda mi viejo. “Los más humildes cazaban con pega – pega. Eso era muy cruel, a mi no me gustaba”. Calentaban aceite de lino, que después de un rato hacía un humo negro espantoso. Lo que quedaba era una pasta muy pegajosa, que untaban en alguna superficie donde esperaban que cayera la presa. De llamador usaban algún pájaro cantor, un jilguero. Entonces uno se podía pasar horas esperando. Esperando el momento preciso y crucial en el que había que actuar. “Eso me enseñó a saber esperar. Y que muchas veces las oportunidades funcionan así: son solo un momento, en el que hay que actuar con completa decisión, o se te van para siempre”.
Pero de todas estas maneras de cazar, ninguna le causaba más curiosidad que la de Francisco Alessio. Francisco era de familia humilde, y no tenía perros, ni armas, ni sifones, ni aceite de lino. Mi viejo me contaba el otro día: “… yo me lo encontraba muchas veces volviendo, en uno de esos caminos polvorientos y solitarios que atraviesan los campos, solo, con una bolsa en la mano. Cuando pasaba al lado de él, que era unos años mayor, me decía ‘psst, vení mirá’, y abría la bolsa, y diez pares de ojos de pequeños lechuzones se me quedaban mirando. Asombrado, le preguntaba, ‘¿Cómo los cazaste?’. ‘Ah, no se’, respondía Francisco, y seguía caminando”. Durante años, y años, fue un total misterio para mi viejo cómo demonios hacía Francisco para cazar esas lechuzas. Decía que con ellas hacía polenta con pajaritos.
Hace poco, sesenta años más tarde, mi viejo se lo encontró a Francisco, y le preguntó sobre el misterio. Lo que le contó … bueno, casi mejor que se lo pregunten directamente a él, a ver si se los quiere contar …