El duende que todo lo escucha y todo lo ve

La casa del árbol

Sí, había encontrado la base perfecta que estaba buscando para la casa del árbol que me estaba armando: una chapa vieja, que en realidad era el cartel que mi padre, arquitecto, ponía en las obras en las que trabajaba: “Paraná Construcciones”. Por esa época, yo tendría unos, ¿ocho años?, y pasaba mucho tiempo en los árboles que había en el fondo de mi casa. Eran dos paraísos altos. El principal, el que para mi siempre fue el número uno, era el de más al fondo. Era el principal, dónde más tiempo pasaba, por varias razones: era el más alto, era el que estaba pegado al edificio de al lado y que me permitía colarme a la terraza del primer piso, cuando había que buscar alguna pelota o algo que se nos había caído, era el que daba más bolitas para la época en la que jugábamos a la guerra con mi hermano y también era en el que podía hacer mi especialidad, una acrobacia con la que deleitaba a los invitado y que ponía muy nerviosa a mi madre: agarrándome de unos palitos que sobresalían de dos ramas me ponía boca abajo, con las patas para arriba.

Pero cuando tuve que elegir uno de los dos árboles para hacerme una casa, lo tuve claro: tenía que ser el otro, que era más bajo, pero que tenía las ramas más abiertas. Una de esas ramas era fuerte y perfectamente paralela al suelo. En esa rama tenía pensado apoyar la base de mi casa, la chapa que había encontrado. El problema era que necesitaba dos puntos de apoyo. Entonces, buscando en el cuartito de herramientas, encontré una cuerda, que rodeé en extremo libre de la chapa y até a una rama fuerte de más arriba. No lo podía creer, por fin mi sueño comenzaba a tomar forma. No sería como la de Alexis, mi amigo, pero era mi casa.

Enseguida comencé a llevar cosas para arriba: una manta usada, un vaso con agua, un cuaderno para notas, soldaditos y el helicóptero de Playmobil, mi jueguete preferido por ese entonces. Algunas veces me quedaba hasta tarde, casi oscureciendo. Al poco tiempo, descubrí que me la pasaba más tiempo subiendo y bajando cosas, que arriba de la casa, sin contar lo difícil que era trepar y al mismo tiempo cargar con las cosas. Entonces mi madre me dio un elemento que en ese entonces me pareció mágico y maravilloso: una roldana, una polea. Con una cuerda que até en un cubo, podía subir y bajar cosas sin problemas. También ataba al helicóptero y, de verdad, podía hacer que volara.

Todo era alegría durante esos días. ¿Cuantos días habrían pasado hasta que me pasó “aquello”? ¿Cuanto tiempo duró ese sueño hecho realidad? Me es muy difícil decirlo ahora, tal vez fueron dos días, o tal vez dos semanas. Me he dado cuenta que cuando se es chico, además de que todo parece más grande, más amplio, más alto, también el tiempo pasa diferente. La cuestión es que un día estaba tan contento sentado en la chapa de mi casa del árbol, cuando la cuerda que la sujetaba se cortó. Yo estaba sentado, en posición de “chinito” con las piernas cruzadas, cuando de repente, mi cabeza cambio a modo “cámara lenta”, y vi como mis juguetes comenzaban a volar, también el helicóptero. Un momento después me di cuenta que estaba cayendo al suelo, a cinco metros, en seco. No se como caí exactamente, el ruido fue muy grande, y no podía respirar del golpe. ¿Por qué no podía respirar del golpe?, me pregunto ahora. También me pasó otras veces. Por suerte fue más el susto que otra cosa. En mi casa nadie se enteró de nada, es lo que tienen las casas con fondo. Cuando recobré el aliento, vi todas las cosas tiradas en la hierba, que poco a poco fui recogiendo. La chapa la dejé apoyada en una pared y nunca jamás la volví a tocar. No se si todo esto habrá influido en algo, creo que no, en que mucho tiempo después eligiera ingeniería, en lugar de arquitectura, como mi padre. Dicen que las marcas de niño pueden durar para toda la vida.

Ahora yo me pregunto, ¿Qué es lo que le ocurre a los padres con los hijos menores? Somos cuatro hermanos. A mi hermano menor le llevo diez. Muchos años más tarde de esto que les contaba, yo ya tendría dieciocho años más o menos, entro al fondo de mi casa y, sorprendido, veo a un hombre subido a uno de los árboles. Junto con otro, y ayudados con un sistema de poleas, estaban intentando subir las partes para montar la casa del árbol que mi padre había diseñado para mi hermanito. Aquí necesitaré que algún testigo escriba en este blog para confirmar que todo lo que digo es 100% verdad: a la nueva casa del árbol se accedía desde una escalera de madera, firme, que te dejaba en un pequeño balcón con baranda. El color verde claro de las paredes, se confundía en primavera con los diferentes tonos de las hojas del árbol. Dentro de la casa, había dos camas marineras (cuchetas, literas) cada una con su colchoncito (¡¿hecho a medida?!). En verano podías tener las ventanas de dos hojas abiertas para que circule el aire, y en una noche lluviosa de invierno no tenías de qué preocuparte: con la luz encendida, podías leer recostado una novela o un comic, mientras escuchabas caer las gotas sobre las membranas que impermeabilizaban el techo. Y si te aburrías podías encender un ratito la tele. ¿Por qué? Yo no critico a mis padres, y por supuesto tampoco a mi hermano. ¿Pero alguien me puede explicar por qué?