El duende que todo lo escucha y todo lo ve

La historia de la biblioteca

René tenía por entonces diez años. “Cerrá la puerta, que entran las moscas, gordo”. De chiquito le decían gordo. Pero el ahora era muy flaco. La gente se giraba a veces cuando su madre lo llamaba, buscando al gordo. Luego se acostumbraban. Y ya todos lo llamaban gordo. Yo tengo un amigo al que le decimos “Charly” y se llama Nestor Hugo. Gente que no lo conoce mucho lo llama Carlos, para espanto de su madre. Pero bueno, esa es otra historia.

René había descubierto hacía poco la biblioteca del pueblo. No podía creer que todos esos libros estaban a su disposición. Le habían explicado que tenía que cumplir, eso sí, una única regla: debía devolver los libros antes de que pasasen dos semanas. Eso era muy fácil, y lo cumplía siempre, puntual.

Era el único varón, tenía una hermana mayor y otra menor que él. Era la perdición de su madre, que lo peinaba muy prolijo, con raya al costado. Nunca podía evitar agarrale el cachete, antes de despedirlo con un beso.

Pero un día se olvidó de devolverlos. Fue el mismo día que cazó con su honda su primer pájaro. El no sabía que también sería el último. Con un amiguito, o solo, se iba a caminar por el bosque, cerca de la estancia familiar. Atravesaba, desde la calle Calabria dónde estaba su casa, todo el pueblo, que eran cinco cuadras. Dejaba tras de sí, la cooperativa, la panadería, la carnicería, la peluquería de su tío, el bar, la despensa y el club social. Luego de ese largo camino, se acababan las casas y solo se veía campo y monte. Ese día, estaba solo. Había intentado desde que tenía memoria cazar un pájaro y , por fin, lo había logrado. En el camino de vuelta, saludó a todas las madres y todos los abuelos que estaban sentados en las puertas de las casas, esa tarde de primavera. Se detuvo a explicarle a otros niños más chicos, que jugaban al fútbol en la calle, cómo lo había cazado. Cuando llegó a la altura del club social, unos hombres que estaban fumando lo hicieron detenerse, y explicarles de dónde lo había sacado. Cuando finalmente llegó a su casa, su madre lo mandó a bañarse. Exhausto, mientras disfrutaba glorioso de la cena, se dio cuenta. Se había olvidado de devolver los libros.

Esa noche no pudo dormir bien. Cuando se despertó, grande fue su espanto al darse cuenta que era feriado. No quiso contarle a su padre, que tanto había insistido en esa regla sagrada. Se lamentaba pensando que ya nunca más podría sacar libros de la biblioteca. Una angustia, que provenía de un lugar que no sabía describir, le hacía presentir una vida privada de libros e historietas. Cuando por fin pudo devolverlos, el bibliotecario no le dijo nada. Nada, de nada. Agarró los libros y los guardó. Él se quedó ahí parado, esperando la sentencia. El bibliotecario lo miró fijo. Fueron segundos larguísimos, y por fin le preguntó: “¿Qué querés ahora?». A partir de ese día, comenzó a devolver algún libro más tarde, y pronto se dio cuenta que era el único niño del pueblo que sacaba libros. A nadie le importó, nadie se dio cuenta, que algunos libros de Sherlock Holmes, fueran los primeros de su biblioteca personal.