El duende que todo lo escucha y todo lo ve

Mochila

Cansado, cansado. Me subo al metro a las diez de la noche. Solo dos paradas me separan del hotel. Al bajar, no tengo ni ganas de preguntar. No conozco dónde está el hotel, pero confío en mi buena suerte. Bien. Ahí lo veo. Camino con mi valijita de ruedas en la mano y  en un hombro la mochila. Cómo pesa el portátil.

El hotel tiene su propio olor, su perfume, señorial.

– Tengo una reserva que hice hace un rato.

– Bien, es usted, ¿Mmmmmanuel?

– Sí

– Bien. Con esta tarifa promocional, tenemos que cobrarle por adelantado.

– ¡Ningún problema! – Me apresuro a decir, alto, y claro. Fuerte y firme.

Le doy la tarjeta. “Meeeek”. Error.

– Señor. Me dice que no, me da error. Volveremos a probar.

En ese instante me doy cuenta de algo. No tengo saldo. Ni en esa tarjeta, ni en la otra que llevo en la billetera. En ninguna. Que miseria. En ese instante estoy seguro que mi historia será quedarme a dormir en ese hotel. Está claro. Pero deberé pelearla.

– A ver … probemos con esta otra.

“Meeeek”. Error.

– Señor, con esta tampoco se puede. La tarifa nos obliga a cobrarle las tres noches por adelantado. ¿Tal vez quiera acercarse al cajero para sacar dinero?

– No, no. – me apresuro a decir con la misma seguridad. – Es que no. No tienen saldo. A ver … aquí tengo billetes.

– Bien. Son doscientos diez euros.

– Vale. No tengo tanto. ¿Y por una noche cuanto sería?

– Es que la tarifa promocional nos obliga a cobrarle todo por adelantado…

– A ver… tengo noventa euros – Es un milagro, nunca llevo tanto dinero en la billetera.

– Mmmm, bueno, le haré por una noche, pero mañana deberá pagar el resto

– ¡Perfecto!

– Igual puede usted ir a sacar dinero en el cajero.

– Es que no tengo saldo, pero mañana lo solucionaré y le pagaré el resto – es una completa verdad, tengo dinero en el plazo fijo.

A todo esto aparece un señor con cara de robot, no se de dónde apareció, pero ahora está al lado del otro hombre que me está haciendo los papeles.

– ¿Internet tienen? – digo yo

– Sí – me dice el primero – aquí le dejo la clave …

Justo en ese instante, levanto mi mochila del suelo, y en un gesto cansado, me la pongo sobre el hombro, listo para irme, directo a la cama. A lo sumo chequear algún mail o algo. Realmente estoy cansado.

– Ejemmm! Si no paga todo el dinero, no puedo dejarle … – dice el señor robot que está al lado. Tiene un peinado rectangular, solo se le mueve la boca, los ojos fríos, apenas gesticula.

– ¿No puede dejarme el qué? ¿Internet? – pregunto yo.

– No. Quedarse aquí en el hotel.

– Pero si ya le pagué y me hizo el recibo.

– No, no. Él es el director del hotel. Y si el dice que no … – Dice el que me atendió primero.

– ¡Bueno! ¡No hay problema! – digo yo desafiante – cancélelo todo si quiere.

– Sí, cancélelo. Y devuélvale el dinero.

En ese momento veo que me baja un punto la tensión arterial. Empiezo a sentir un frío por la espalada y todo empieza a latirme más fuerte.

– ¡Bien! No hay problema. Deme una hoja de reclamación – este es el as bajo la manga – deme la hoja de reclamación que quiero dejar una queja formal …

Los ojos del señor se mueven por un segundo dispersos, miran a un costado y rápido, vuelven al centro y me miran.

– A ver, a ver – digo yo – vamos a ver … es que yo también … a ver, vamos a tranquilizarnos, lo que pasa aquí es que a mi nunca me cobran el dinero por adelantado en los hoteles. Por un descuido, ha ocurrido esto, en este momento no puedo pagarlo. Pero mañana quedará todo saldado. Yo trabajo en IBM … – el señor me corta.

– A ver, muéstreme una identificación de IBM.

– ¡Sí, claro! – Me pongo a buscar en la mochila, en la bendita mochila. Pero al segundo tengo la certeza de que no tengo la identificación conmigo. En otro de mis infinitos descuidos sé que me la he dejado en casa. Pero sigo buscando. Ese, exactamente ese, es el peor momento. Este hijo de puta me está poniendo en esta situación de mierda. Yo agachado como un desgraciado, un polizón, buscando una identificación que sé que no tengo. Pero yo no veo otra salida. Siento que la historia ya está escrita. Hoy tengo que dormir en ese hotel. No hay opción. Se que voy a dormir en ese hotel. Entonces recuerdo que tengo, de la semana pasada, una factura a nombre de IBM, de otro hotel. – Aquí … aquí tengo … aquí tengo una factura a nombre de la empresa, de la semana pasada, en otro hotel (la secretaria la ha impreso mal, una practicante, el encabezado está en el pie de página, lo cuál quita peso a mi defensa).

El hijo de puta, finalmente acepta. Tengo una rabia infinita. Quiero cagar a trompadas a todo el mundo. Me subo al ascensor, me ducho y me acuesto. Mucho, pero mucho más tarde, me duermo.

……………………..

Segunda noche. Llego, más o menos a la misma hora. Cansado. Todavía tengo la rabia encima. Saludo en la entrada y paso. Tengo la esperanza de que, como otras veces en otros hoteles, me hayan dejado un regalito, un cava pequeñito, algo. Por la mañana temprano, antes de irme a laburar, dejé saldada la cuenta. Tal vez se hayan dado cuenta de lo pelotudos que fueron en hacerme pasar ese mal rato. Pero no. No hay nada. Solo está el empapelado de siempre, franjas color crema fuerte y color crema claro, color crema fuerte, color crema claro. Un  espejo, en dónde el marco es más grande que el espejo. Las cortinas pesadas, con bordados. Recuerdo que la suite, según la cartelera de la entrada, cuesta ochocientos euros la noche.  La alfombra roja. Pero lo que me pone otra vez de los nervios, lo que me calienta al extremo, es ver sobre la mesita de mármol, una carta del menú de “Telepizza”, ideado especialmente para los hoteles. En ese momento odio al capitalismo y a todas las cadenas de comida barata del mundo (en las que la noche anterior cené) y pienso que los dueños deberían haber vendido este hotel mucho antes. ¿Pero qué puedo saber yo de esto? No tengo idea. Pero igual estoy enojado.

Entonces me cambio rápido, son más de las diez de la noche, todavía no comí. Me pongo las zapatillas, el pantalón corto de correr y una camiseta vieja infame que apenas me llega a la cintura. Salgo a la puerta del hotel y le pregunto a una pareja:

– ¿Un parque por acá?

– Sí, el “no se qué”, ¡ahí! ¡Bajando! Todo recto.

–  ¡Gracias!

Comienzo a correr y a los doscientos metros llego a una avenida. Y del otro lado se ve el comienzo de un parque, que sube, luego está oscuro, pero se adivina grande. Se pone en verde el semáforo y cruzo, corro. ¡Corro! Comienzo a ver parejitas de la mano, amigos charlando, muchos lugares oscuros, sombras, luces, bajadas, subidas. Yo no paro de correr, pero enseguida llego a un «sin salida», así que doy media vuelta y sigo corriendo. Se respira bien. Me siento un poco raro, al ver a varios grupos sentados sobre el césped, tomando cerveza, charlando. Escucho. Escucho una música que enseguida me atrae, subo una cuesta. Pero la música justo acaba de terminar. Veo a unos músicos que desmontan el final de un concierto improvisado. Una chica, que se mueve mucho, se acerca, con una sonrisa inmensa, a los músicos y les deja unas monedas.

– ¡Qué bueno! Nosotros éramos los de ahí, la estábamos liando, la pasamos muy bien …

– ¡Gracias!

En ese instante siento como los astros comienzan a alinearse, siento que estoy en lugar correcto, en el momento correcto, y que algo bueno está por pasar. A todo esto yo no he parado de correr. Escucho a lo lejos otra música, y veo un helicóptero en lo alto. Recuerdo que hoy, quince de mayo, es San Isidro. Además del cumpleaños de mi mamá, hoy hay fiesta en Madrid. Y quiero ir a ese concierto. Entonces intento guiarme por la música, está lejos, yo estoy como en una montaña, o algo así, y la ciudad se ve allá abajo. Tomo un camino que baja y al rato me encuentro corriendo por la calles de la ciudad. Ya no se escucha la música.

Yo sigo corriendo. Me paran de vez en cuando los semáforos. Pero me gusta como está la ciudad. Siento que es un paseo especial, que estoy descubriendo algo, a siete kilómetros por hora. Veo un flaco corriendo y lo persigo, es de los míos. Lo sigo porque no tengo idea para dónde estoy yendo y él seguro que sabe más que yo. Me parece que al rato se inquieta, se debe haber dado cuenta que lo sigo. Se frena un poco. Bueno, yo sigo de largo, giro y tomo mi propio camino. Ahora estoy solo, a paso firme, siento olores fuertes. Pienso en mi hermano Isidro, porque hay un fuerte olor a pescado. Me imagino su cara de asco, diciendo lo infame que es ese lugar. Me río un poco y sigo corriendo. Las calles silenciosas, una pareja con dos hijos esperando algo en una puerta, miran para arriba, a algún balcón. Creo que son tailandeses.

Corro y corro. De repente entro en un barrio que se ve bien pero que se siente horrible. Me parece espantoso, me causa, no se por qué, un gran rechazo. Empiezo a ver gente mayor, algunos viejos caminando por las calles, después gente más joven, pero ese lugar no me gusta nada. Grandes avenidas. De repente me doy cuenta de lo mal que se respira por ahí, siento un calorcito en los pulmoncitos. ¡Claro! Pienso, todo el día los autos, claro, todo el humo. Sigo corriendo y por fin, veo algo grande. El ambiente sigue siendo sombrío, pero veo “el no se qué militar del aire”. Entonces ahora pego la vuelta, calle Princesa. Que lindo, me encanta ese nombre. Ahora estoy volviendo. Pero ¡oh! Veo como un Arco del Triunfo. Yo conozco el de Barcelona, entonces hago un rodeo, giro ciento ochenta grados e intento acercarme. Las calles desiertas por este lugar, me meto en unas callejuelas. Paso al lado de un hombre grande, grande.  Sigo corriendo. ¡Por fin otro parque! El parque me lleva enseguida al Arco del Triunfo de Madrid, pero me doy cuenta que ya no puedo acercarme más. Indignado pego la vuelta, los autos pasan por debajo del arco y no dejan que nadie se acerque. No puedo evitar pensar en el Arco del Triunfo de Barcelona, dónde uno sí puede caminar por abajo, o dónde uno puede, por ejemplo, encontrarse con una mujer maravillosa con la cuál compartir el resto de sus días.

Ahora sí, definitivamente estoy volviendo. ¡Qué buen ritmo que llevo, por dios! Me siento como una gacela. Detrás de mí dejo a toda velocidad un montón de historias, parejas charlando en las terrazas de un bar, dos viejos en silencio en una mesa, gente. Entonces cruzo y giro. Y vuelvo a girar.

¡Sí, ahora sí! ¡Cómo me gusta esta calle! – ¡Este es mi lugar! – Me escucho decir. Las parejas aquí me parecen más reales, más profundas. Paso raudo al lado de una pareja de unos veinticinco años, que está jugando a las cartas, sobre un banco, en la vereda. ¡Qué lindo por dios, como los quiero! ¡Jugando a las cartas, los dos solos, en la calle, a la medianoche, un martes! Una vieja está sacando la basura, pero veo en su mirada una seguridad y una picardía descaradas, que amo al instante. Sigo corriendo y veo otra pareja sentada en un banco, el chaval aguanta impasivo el monólogo interminable de su novia. ¡Que lindo pibe! ¡Qué linda chica!

Decido bajar un poco más, ahora la calle cambió, otra vez vuelve a ser ruidosa, cruzo. Y ¡bum! Me choco con un mar de árboles, de verde. El aire ha cambiado completamente. Respiro profundo. Mmmm, que lindo, que lindo. Tengo dudas, estoy ya bastante cansado, debería seguir recto, pero el parque me invita, así que doy dos vueltas en círculo y me decido, entro en el parque. A los pocos minutos me doy cuenta que es mi parque, ¡el mismo parque dónde empecé a correr! ¡Increíble! ¿Cómo he vuelto acá? Si yo agarré para el otro lado. Misterios de la vida. Y me doy cuenta que estoy pasando otra vez por el mismo lugar, por los mismo baches.

Ya estoy cansado, pero vuelvo a escuchar la música y a ver el mismo helicóptero. Paso muy cerca de una parejita que se está dando un largo, largo y hermoso beso, y bajo las escaleras. Unas escaleras imposibles, unos peldaños demasiado anchos para bajarlos corriendo. Así y todo, le doy para adelante. Bajo, bajo y me encuentro en el puro asfalto otra vez.

Guiado por la música, por el helicóptero y las luces, corro y corro y me acerco al ruido. ¡Claro! Esta parte la conozco, es un paseo, los Parques de Sabatini. Subo y subo, ahora es una gran explanada, mucha gente camina animada. Yo dejo de correr. Alzo los brazos y camino. Busco agua. Por principios no pienso comprarme un agua. Busco un grifo, algo, pero nada. Sigo caminando, y al rato llego a El Lugar.

Justo cuando llego, la banda comienza a tocar. Cientos de chicos y chicas, animados, guapos, tomando cerveza. Recuerdo que tengo dos cosas en el bolsillo. La tarjeta para entrar en la habitación del hotel y un billete de cinco euros.

Veo que un chico compra cerveza a otro con mochila. Me detengo un momento. Y también le compro una. Un euro la cerveza. Al momento estoy casi integrado, bebiendo mi cerveza, cansado y sin haber comido nada. Me da un poquito de miedo, no vaya a ser cosa que me ponga en pedo, pero ese pensamiento me dura un milisegundo. Ahora tengo hambre y con cuatro monedas de un euro me acerco a varios puestos. Todos venden cerveza, mojitos y nada de comida. En uno anuncian bocatas de chorizo, pero ya no hay más, me dice el de la barra.

Me acerco más a la banda. Estoy en un lugar tranquilo, se ve muy bien el concierto. Y la banda tiene cinco, cinco vientos, trompetas, saxo. Dos guitarras, un bajo, batería. ¡Ondón! Mucha buena onda sobre el escenario, muy simpáticos y lindos de ver. Tocan, y yo me compro otra cerveza. Yo estoy solo. En ese momento veo que un flaco se acerca a otro, y se saludan. Se han encontrado de casualidad. Los dos con una sonrisa inmensa, una hermosa casualidad. Se dicen algo al oído, se abrazan. Uno de los dos está con la novia. La banda sigue tocando y la gente disfruta, baila y anima.

Al rato decido pedirme otra cerveza, el concierto terminó. Me siento bien, no pienso en volver de momento. Me dan muchas ganas de fumar. Entonces me acerco a un flaco, todavía con mi cerveza a medio abrir, y le digo, “vos me convidás un cigarrillo y yo te doy un poco de mi cerveza”. El flaco me mira, saca un cigarrillo al instante. Yo lo agarro, él me guiña un ojo y se gira. ¡Qué ondón! Prendo el cigarrillo, y le doy dos o tres caladas potentes, empujado por la euforia del momento, que me llevan a marearme un poquito.

Me giro y una chica guapa, muy guapa vestida negro, baila sobre un tacho de basura. Todos bailan. Me acerco a un flaco, que está con otra chica, y le pregunto:

– ¿Sabés si viene otra banda ahora?

– Yyyy no, creo que no …

– Ah, ahora solo música

– Sí

– Es que salí a correr – me miro la ropa y le muestro – y terminé acá – mirá, traje dos cosas,  esta tarjeta del hotel y cinco euros. Ahora voy a ver cómo vuelvo …

– ¿Pero sabés dónde estás parando? – El flaco me vio mal.

– Sí … claro … en … – y por un momento se me olvida. El flaco se ríe. – No, sí, sí, en Ventura Rodríguez … Sí, ahí está el hotel. ¿Está cerca?

–  Bueno, bastante, sí – y se ríe

– Es que iba corriendo y pasé por “algo de los militares del aire”

– Ah, eso de los ministros – y le pregunta algo a la chica

– Sí, y cuando iba corriendo, se me vino a la cabeza el Rey Juan Carlos, y cuando pidió perdón. Y me dije, toda esta gente que trabaja acá ¿qué deben haber pensado?

– Jaja, sí, he escuchado algo sobre ese

– Bueno, se acaba todo …

– Sí, ya lo dijeron los Mayas, este año se acaba todo

– Pero comienza algo nuevo – me apresuro a decir – algo nuevo

– Sí, vamos a ver

– Sí, ¡claro que sí! Algo nuevo … Es que, es que, me llamó la atención que no se puede caminar por debajo del Arco del Triunfo ese. En Barcelona sí se puede.

– Ah, sí – con cara de preocupación – y en la Puerta de Toledo igual …

– Ves , ese sería el primer cambio “Todo peatonal a partir de ahora”

– Jaja, sí …

Al rato, me da la mano y nos despedimos, yo les regalo la mejor sonrisa, de todo corazón, que tengo. Por un momento, me acuerdo de Cucho, de Fede, y de Julián. Y me dan ganas de llorar. Pero no voy a llorar. Ahora no voy a llorar.

Por suerte enseguida me olvido, todavía me queda más de la mitad de mi cerveza. Me apoyo en un lugar, todavía queda la mayoría de gente. Apuro el último trago y emprendo la vuelta.