Había veces que mi viejo iba a cazar solo. Por ejemplo, le gustaba ir con la gomera a cazar palomas al bosque de eucaliptus y casuarinas que rodeaban la estancia de sus abuelos paternos, Graciana y Pedro.
En general salía avanzada la tarde, después de la escuela. Doblaba en la esquina del Club Social, luego giraba otra vez y dejaba atrás la estación de trenes. Más allá, doscientos metros más adelante, estaba la ruta, que marcaba el límite del pueblo. Era una ruta peligrosa. Los autos no eran capaces de frenar como frenan hoy, ni se usaban cinturones, ni muchas otras cosas. Y en ese tramo justo había una curva. Mi viejo, con solo ocho años, se paraba ahí en el límite y miraba bien, a un costado y a otro. Y luego cruzaba rápido, con un golpe de adrenalina en las piernas.
A partir de ahí era todo muy fácil: un camino recto de ochocientos metros, hasta el monte de la estancia, caminando al lado del campo familiar. A veces cazaba alguna paloma, pero le gustaba, sobre todo, la tranquilidad que se respiraba en esas arboledas gigantes. Imagino que sería el equivalente a hacer yoga, escuchándote la propia respiración, de hoy en día.
Pero mi padre era muy pequeño en ese entonces. Mucho más tarde, ya de grande, luego de que sus abuelos hubiesen muerto, mucho tiempo más tarde de que todo el campo se hubiese dividido entre los diferentes hermanos de su padre, sufrió mucho cuando se enteró que justo esa parte del campo, que contenía la estancia familiar, se vendió a alguien fuera de la familia. Bueno, les puedo contar un poco la historia.
Pedro Hegouaburu, el abuelo de mi padre, llegó a Argentina desde el País Vasco francés, desde un pequeño pueblo llamado Sainte Engrace, a finales del siglo XIX. Pongamos que fuese 1895. Aparentemente, llegó para ayudar en el campo a un tío suyo, soltero, también francés, que había llegado a Argentina unos años antes. Trabajaban con hacienda, cuidando animales, ovejas, me dice mi viejo. “Los vascos sabían hacer este trabajo, y Argentina era un país grande, rico y en crecimiento”. No se saben las razones precisas que los hicieron venir a Argentina, algunos hablan de lo duro que era el servicio militar obligatorio de cinco años en Francia. Otros de la pobreza en general. Algún día ahondaré en esos detalles, de esa época y de esos lugares de Francia.
La cuestión es que poco tiempo más tarde el tío muere y Pedro Hegouaburu, que por entonces tendría unos veintipocos años, comienza a trabajar para un tal Ros, que tenía campos y animales desde Rojo hasta el arroyo. Algo así:

Para hacernos una idea, desde rojo hasta el arroyo hay 8 km, más o menos. Caminaba mucho mi bisabuelo Pedro. En 1908 se casa con Graciana Rastayburu, de Barcus, de la misma zona de Francia. Parece que se habían conocido en el barco que los trajo desde Francia a Argentina.
Ros le pagaba a Pedro, en gran parte, con animales. Con los años, Pedro tenía una cantidad importante de animales, y un día decide venderlos todos y comprarle a Ros un trozo de ese campo en el que había trabajado los últimos, tal vez, quince años de su vida.

Si nos acercamos:

Era un hermoso campo de 95 hectáreas. Sabemos que una hectárea es, más o menos, una manzana en una ciudad. La estancia de la que les hablaba antes, rodeada por una arboleda de 200 metros por 200 metros, es esta que se ve aquí:

Esa arboleda, que antes tenía cuatro lados, rodeando todo el terreno de la estancia, es a la que mi viejo le gustaba ir, con ocho años, a cazar palomas. Pero por ese entonces, su abuelo Pedro ya había muerto. Murió el mismo año que nació él, en 1951. Graciana siguió viviendo varios años ahí, en la casa de la estancia, con Pedrito, que era el hijo mayor y soltero de la familia. Habían tenido cinco hijos: Pedrito, María, Juan, René (el padre de mi viejo, mi abuelo) y Guillermo (o Pepe, para todo el mundo).

Pero Pedrito trabajaba por ese entonces en San Nicolás, con el intendente. Era la época de Frondizi. Pedrito, apenas paraba en la estancia, siempre vivió en pensiones. Mi viejo recuerda irlo a visitar a unas de esas pensiones con su padre, René. Sentados, en una habitación simple pero muy ordenada, charlando, tomando mate.
Mi bisabuela Graciana, pasaba mucho tiempo sola en la estancia, así que decide un día irse a vivir a Rojo, al pueblo. Y compra una casa en el Boulevard Iturburu. Mi viejo dice que solo tiene recuerdos de Graciana en esa casa. “La recuerdo en la cocina. No era muy cariñosa. Pero sí muy atenta y con buen gusto. Recuerdo que a mi padre, le servía cerveza poniendo un redondel de cartón debajo de la copa”.
Graciana tenía diabetes. Le tuvieron que amputar una pierna. Es algo de lo que mi viejo se enteró ya de grande. “A los niños no nos contaban esas cosas, claro”. Graciana muere cuando mi viejo tenía ocho años. Por ese entonces los velorios, las ceremonias de despedida de los muertos, ocurrían en las casas y eran eventos sociales. Las puertas estaban abiertas, y servían bebidas, café. Tal vez algo pequeño de picar. Mi viejo no recuerda ese velorio en particular, pero me dice que “los niños entraban a escondidas para ver si podíamos ligar algo de comer, nos encantaban”.
Luego de que Graciana muere, se hace la división del campo:

Si prestan un poco de atención, verán que la estancia familiar, y los árboles caen en el terreno de Pedrito, que justamente le tocó un terreno de menor tamaño que al resto porque tenía la estancia. El de Juan también era más pequeño porque él heredó la casa de Iturburu.
Cuando yo tenía cinco o seis años, ya por el año 1985, cuando visitaba a mis abuelos René y Yolanda en el pueblo de Rojo, también visitábamos la estancia. Pero por ese entonces la casa de la estancia ya estaba derrumbada, solo quedaban unos pocos escombros. Cuando Graciana se fue a vivir a la casa de Iturburu, Pedrito comenzó a alquilarla, primero a Covasevich, luego a Distasi. El tema es que nunca le dio mucha importancia, y la casa luego quedó abandonada y con el tiempo la hizo derrumbar.
La estancia era un lugar mágico y extraño para mí. En ese silencio e inmensidad que era el campo, estaban todos esos árboles. Para entrar había que saltar una tranquera, que siempre estaba cerrada. Dos largas hileras de árboles, de perales, marcaban el camino de entrada, que antes llevaba directo a la casa. De ella solo quedaba algún pequeño escombro o cimiento que no habían podido derrumbar. Con mis padres o con mi primo Álvaro de Rojo, íbamos a buscar mandarinas, higos o nueces.
El tiempo fue pasando y mi viejo se encontró un día con que, ese terreno de once hectáreas que albergaba la estancia, el que había sido de Pedrito, se tenía que vender. Era necesario para los parientes, para la familia. Fue horrible ver como ese trozo de historia familiar se perdía. Ya no era de los Hegouaburu.
Yo creo que puedo imaginarme lo que sintió mi viejo por ese entonces. Yo vivo en España desde hace casi quince años. Cada algunos años vuelvo a Argentina, a mi casa de la infancia en San Nicolás, en calle Roca. Siempre me resulta profundamente emocionante reencontrarme con los olores, con los objetos y con los sonidos y las conversaciones que fueron el escenario de tantos años. “¿Usted vende huevos? … ¿Cuánto están? … cómo se dice … huevos de campo quiero yo”. Así escuchaba en mi última visita a esa casa, a mi vecino Beto, hablando por teléfono. Siempre habla a los gritos, me encanta. En ese momento yo estaba solo, sentado en la galería. “¿Usted me puede traer treinta? … ¿Por dónde vivís vos? … Yo a las ocho y media estoy despierto … el otro día estuve en el velorio de Patricia”. Juro que esto fue parte de una misma conversación telefónica. Estos vecinos, que tienen más o menos la edad de mis padres, hablan siempre de comida. De lo que van a cocinar. De lo bueno que les salió tal comida. De lo que van a comprar para la próxima comida. ¿Puede ser que escucharlos de fondo durante tantos años, haya influido en mis gustos o conocimientos culinarios? Me gusta mucho como hablan entre ellos, como se quieren y se respetan tanto. Me gusta mucho la voz de mi vecina Norma. Me resulta familiar y dulce, maternal. Es increíble lo poco que cambian las voces con el tiempo. Sentado ahí en la galería, escuchándolos hablar fuerte, escuchando los gorriones, el rumor de algún coche que me venía de la calle … si cerraba los ojos podía retroceder veinte o treinta años. Sentado desde dónde estaba podía ver lo hermosa que estaba esa planta, con muchísimas flores rosas, “Tacos de reina”. Es ese mismo lugar se veía el tronco cortado a un metro, de uno de los dos árboles “paraísos” que reinaban en el fondo de mi casa, cuando yo era chico. Del otro ya no queda ningún rastro. Yo pasaba mucho tiempo arriba de esos árboles. Eran altos y poderosos. Amables, con sus ramas justas para permitir a un niño treparse bien alto, hasta lo más alto. Esos paraísos funcionaban como un refugio, para estar tranquilo o para escaparse de una madre muy enojada.
Pero el destino tenía preparada una sorpresa para mi viejo.

Hace unos seis años, mi viejo estaba paseando con Huguito, su cuñado, por ese camino que lleva a la estancia, y que recorre el campo familiar. Huguito había trabajado hacía unos cuantos años fumigando ese campo, y le dijo a mi viejo: “¿Vos sabés René que en realidad el campo que era de tu padre no llega hasta los eucaliptus? En realidad, llega 40 metros más allá?”. “¿Cómo?” Dijo mi viejo:

Si ampliamos ese límite del que estaban hablando:

La línea divisoria se había marcado siempre en dónde estaban antes los eucaliptus (línea amarilla). Pero en realidad los límites reales estaban cuarenta metros más allá. Y así fue como los Hegouaburu recuperamos parte de los árboles y de la estancia familiar. Enseguida mi viejo con mi vieja, marcaron el límite real y plantaron más de doscientos árboles: olivos, almendros, duraznos, peras, ciruelas, albaricoques, moras, cítricos. Luego vinieron las gallinas y los pavos. Después las abejas, con las que sacan cientos de kilos al año. ¡Y ahora también tienen vacas! Un vergel para disfrutar con los hermanos, con los primos, con los amigos, con los de Rojo y con los de San Nicolás.

Lo que vino a partir de ahí se llama Campo H, y hoy alimenta los recuerdos de niñez de mis hijas y mis sobrinos, cuando viajan desde España y desde Estados Unidos, a pasar los meses de verano. Vuelven a caminar los mismos caminos dónde su tatarabuelo Pedro caminaba con las ovejas, donde luego su bisabuelo René nació y aprendió a caminar. Y en el mismo lugar dónde su abuelo René iba a cazar palomas de chico, cuando tenía más o menos su misma edad, diez años.