Cuando me fui a vivir por primera vez con mi pareja actual, al principio no me resultó fácil. Me exasperaba que, por primera vez en años, alguien me estuviese regañando casi todo el tiempo. Cosas que dejaba fuera de lugar, la toalla que dejaba húmeda en el baño en lugar de sacarla al balcón, otras cosas que no trataba con el suficiente cuidado. Me resultaba inconcebible sentirme incómodo, tener que andar con cautela, en mi propia casa. Yo sabía que yo tenía razón, y traté de explicárselo, pero no parecí convencerla. Ahí estaba entonces un peligro, un riesgo, con el potencial de enquistarse y, como en tantas otras parejas, devolvernos a nuestras anteriores casas, separados para siempre, en menos de tres meses.

Pero una de esas noches vi la luz. Me había fumado uno y lo vi todo clarísimo. Estaba con mi amigo Carlos, el cordobés, y le dije que lo había entendido todo: había algo nuevo, algo más allá de lo evidente, que comenzaba a entender. Ese algo tenía que ver con una fuerza poderosa que tienen las cosas, las cosas que son cuidadas con esmero y respeto, las cosas que son dispuestas de una manera, y forman parte de algo superior a ellas mismas. Las relaciones, las formas, los colores, los contrastes, las sombras, las texturas, los aromas, la luz, la piel. Esa misma noche le dije a mi pareja que ella tenía razón y que yo quería aprender.

Creo que en esos tiempos, y ante la estupefacción de ella, comencé a llamar a las cosas con nombres propios. A nuestro primer coche le puse Willy y me refería a él como a uno más entre nosotros. Le hacía notar, por ejemplo, que a Willy no le gustaba ir por esa ruta, y que por eso tomaríamos una más larga. Algunas mañanas, me encontraba acariciando a las sillas, y diciéndole al living, a gritos, lo guapo que estaba hoy.

Sí, querido Polar, seguramente habrás adivinado por qué te estoy contando todo esto. Por qué hoy estoy aquí con estos amigos, con una copa de vino en la mano, un poco tristes y un poco contentos. Sí, querido Polar, hoy es nuestro último día juntos. Se que nuestra relación ha sido corta, pero déjame decirte, que mi relación con los otros barcos que tuve nunca fue fácil. Con mi negro “Azabache”, mi primer optimist, siempre salía entre los primeros tres puestos. Contando de atrás para adelante. Después vino “Alejo”, mi segundo optimist, pocos meses antes de que naciera Alejo. Pero en ese momento, el río dejó de interesarme por un tiempo. Con el “Ana María”, el velero que mi padre, un hombre de campo, se compró en su crisis de los cuarenta, tuvimos una relación con claroscuros: pude disfrutar por primera vez de un barco con camas, pero nos encallábamos muy seguido, porque el río durante esos años estuvo muy bajo.

Pero contigo Polar … contigo tu sabes que he sido feliz, tú has sentido los piecitos descalzos de Cala y de Mirta, sus risas, sus mareos y sus miedos. Me has sentido a mi sentado en medio de la cubierta, solos los dos, escuchando algún programa de radio argentino, mientras entre risas nos llegaba el atardecer de Domingo. Me has visto charlar con infinidad de amigos, con Iñaki, con Alex, con Javi, con el Tato, con mi hermana y mis hermanos, con mi padre y mi madre. Con tantos vecinos. Tú has escuchado todas esas historias íntimas. Tú y el mar habéis propiciado todos esos encuentros.

Pero que voy a contarte yo a ti, si como yo, eres del ´79 y tienes más de cuarenta años. Qué historias podrías contarme tú si hablaras. Como me gustaría escucharlas.

Te voy a extrañar querido Polar.