El duende que todo lo escucha y todo lo ve

Sueño (3)

“Seguro que a mamá esto le gustaría mucho”, me dice mi hija menor mientras mira unas cosas en un puesto de artesanías. “¿Cuándo vuelve mamá?”, me pregunta la otra, que quiere el consejo de su madre para elegir un collar.

 

Bueno, les estaba contando sobre ese sueño tan extraño que tuve hace un tiempo. Las últimas imágenes que aparecieron en mi cabeza parecían del futuro. Me vi entrando en una iglesia de piedra, siguiendo a mi padre, a mi hermana y a mi hermano mayor. Eran imágenes del futuro, sin duda, porque no recordaba esas imágenes, y sin embargo ahí estaba yo. Quise seguirlos y entrar yo también a la iglesia, pero una chica me paró diciendo “el concierto está por empezar”, mientras me extendía el programa y una entrada. “Son quince euros”. Busqué en mis bolsillos de los pantalones, en el de mi camisa, pero no tenía nada. Ni un euro. Pensé que en mis sueños no me faltaría el dinero. Me giré para salir y al menos mirar la iglesia desde fuera y esperar a que salieran, pero en eso veo que llega con paso ligero Adam, un poco transpirado, un poco agitado, que extiende su mano con el dinero para dos entradas. Me mira con una sonrisita que yo no entiendo, tiene los ojos vidriosos. Creo que ha estado bebiendo.

La iglesia es pequeña, toda de piedra. Tendrá lugar para unas cien personas como máximo. Dentro está fresco, las paredes se sienten frescas. La decoración es austera. Veo a un cristo de tamaño modesto en el centro. Una virgen hermosamente iluminada a un costado. Unas cruces, también pequeñas, casi planas que parecen de hierro forjado, adornan simétricamente las paredes laterales. El altar también es de piedra, una gran piedra, sobre la que descansa un pequeño florero, con dos hortensias lilas. En eso estaba, apreciando el lugar, cuando mi vista se detiene en mi viejo, mis hermanos y en mí mismo, sentados en uno de los bancos, comentando el programa. Debo decir que causa tanta extrañeza mirarse a uno de chico, como mirarse de más grande. Incluso creo que debe ser revelador verse a uno mismo desde fuera, en la actualidad, cómo se para uno, cómo se conversa con los demás, qué cara ponemos y qué gestos hacemos.

Nos sentamos con Adam en los últimos bancos. El concierto empieza, una única guitarra que recorre un repertorio ameno y entretenido. Veo como mis hermanos y mi viejo aplauden, especialmente en los temas argentinos, como con “Adios Nonino” o “El día que me quieras”. Mi padre se emociona especialmente con “Asturias”, y veo como aplaude con ganas, los brazos un poco extendidos. Ahí, en el centro, está el guitarrista. El concertista. El maestro. Me giro y veo que Adam se ha dormido, la cabeza gacha, la respiración profunda. En la última canción, cuando algunos se paran para aplaudir, Adam se despierta, pega un salto y se pone a aplaudir. Yo lo miro con simpatía, pero también un poco extrañado. No sé, me imaginaba que los ángeles serían diferentes.

Otra vez me siento transportado a otros tiempos, a otra sala. Esta imagen sí la conozco. Sí, es una masía a la que fuimos con amigos, y a la que por unos días estuvieron mis padres. Escucho como mi viejo le dice a Juanan, “Flaco, es que si no hablás vos acá no habla nadie”. Esa noche Juanan con Alex tocan la guitarra, todo el grupo de amigos acompañamos con palmas y cantamos animados. Sabiendo que a mi padre le gusta la guitarra, los hermanos se animan a tocar “Entre dos aguas”, de Paco de Lucía.

Ya cuando casi todos se han ido a dormir, y las copas de vino comienzan a estar vacías, la música ya no suena. Mi padre murmura algo que no se alcanza a entender, como para sus adentros, con la mirada perdida en la mesa de madera. Juanan lo mira sonriendo, levantando la cabeza, como pidiendo una aclaración. Mi viejo dice: “Lo intenté, mirá que lo intenté, flaco …”. “¿El qué?”, pregunta Juanan. “Le compré la guitarra, lo mandamos al mejor profesor, lo intenté, lo intenté …”.

Y ya está. Esa fue la última imagen de este sueño tan extraño, de cuyos recuerdos no me puedo desprender hasta hoy. Adam no se me volvió a aparecer más en sueños. Si todo esto debería haberme dejado una enseñanza o algo parecido, todavía estoy tratando de descubrirla.

La guitarra sigue en su funda, y cada tanto la saco para rasgar unas notas. Yo tengo la esperanza de que a alguna de mis hijas le guste tocar. Por eso la dejo ahí a mano. Tal vez, algún día, luego de algún asado, ella se anime, saque la guitarra y nos deje cantar a mi viejo y a mí alguna canción. Aunque desentonemos. Ella lo entenderá.