Por ese entonces, mi viejo no solo iba a cazar palomas. También acompañaba a cazar perdices al padre de su amigo y vecino Tati Micuzzi. Porque Tati tenía un perro perdicero, un lujo de perro, un Pointer. Se llamaba Tilo. Es todo un espectáculo cazar con estos perros. Uno va caminando, atravesando campos. Y el perro va delante. De pronto, el perro se detiene en seco, marcándote con su cabeza y su cuerpo dónde están las perdices. En ese momento, el que tiene la escopeta, en este caso el padre de Tati, se prepara para disparar. Se apoya la escopeta en el hombro y avanza muy, muy despacio. De pronto, todas las perdices, que pueden ser dos, tres o cuatro, salen volando en direcciones diferentes. Y ahí es cuando hay que disparar. Los que son buenos matan a una perdiz. Los que son muy buenos, como el padre de Tati, algunas veces matan a dos en la misma desbandada. Y luego están las leyendas del pueblo, que matan a tres, historias que se comentan en los salones del Club Social, entre sombras somníferas de la siesta, entre partidas de cabrero o de billar.

Ahora mi viejo pasa otra vez mucho tiempo en su pueblo de la infancia, porque tiene una casa cerca. Uno de esos días se encontró con “La negrita”, la hermana de Tati. A mi padre se le ocurrió preguntarle por ese perro con el que cazaban de chicos, sesenta años atrás. “Sí, Tilo, me acuerdo, yo quería mucho a ese perro. ¡Pero nos comía las gallinas!”. Y se rieron juntos.
Imagino que por eso a la gente le gusta volver a sus pueblos de la infancia, porque ahí pueden reencontrarse con sus familiares, con los que están y con los que no están, con sus amigos, con las calles, los árboles y los olores, y con sus historias de la infancia. Y con Tilo.